La figura de Clara Campoamor es indudablemente un patrimonio de nuestra Historia con mayúsculas, y en particular la de los avances en las libertades y derechos de las mujeres, que son los de toda la sociedad española. Es lógico que su nombre sea citado en cualquier evento político y que quien lo haga se sienta legitimado para hacerlo.
No le voy a cuestionar a José Luis Rodríguez Zapatero esa legitimidad cuando se refirió a la diputada republicana en el reciente 40.º Congreso del PSOE, pero sí que lo hiciera dando a entender que Clara Campoamor forma parte del acervo de su partido. Así fue cuando manifestó que la historia de los congresos socialistas “es la historia de los cambios en España, siempre son la antesala de nuevos grandes avances” y empezó a hablar de la lucha por la inclusión del voto femenino en la Constitución republicana por parte de Clara Campoamor como si hablara de una afiliada del PSOE.
Todos sabemos que esta abogada liberal defendió y logró el reconocimiento de la Constitución de 1931 al derecho al sufragio de la mujer, pero siendo diputada del Partido Republicano Radical. Es incuestionable que logró su aprobación con el voto de 84 de los 110 diputados socialistas de entonces, pero también lo es que el resto se ausentó del hemiciclo para no votar, con Indalecio Prieto a la cabeza, que definió el voto femenino como “una puñalada trapera a la República”.
La alusión a Clara Campoamor por parte de Rodríguez Zapatero es claramente un intento de apropiación indebida, por su voluntad de colocarnos la mercancía de que la brecha abierta por esta ejemplar liberal madrileña en la conquista de los derechos de la mujer fue consecuencia de otro congreso del PSOE como el que se acaba de celebrar en Valencia. Pero lo que resulta aún más sorprendente es que esta fagocitación de la figura de Clara Campoamor por parte del santón de la “memoria histórica” se produzca previo borrado de todo recuerdo de la peripecia de la que fuera diputada radical durante la Guerra Civil.
Ya se sabe que los jugos gástricos del oportunismo político se secretan caudalosamente ante la sola idea de disolver las contradicciones existentes entre el deseo y la realidad. Pero manosear la figura de Clara Campoamor para intentar meterla con calzador en la historia del socialismo español de los convulsos años 30, como intentó Rodríguez Zapatero en el congreso de Valencia, es un ejercicio que denota el paupérrimo nivel de coherencia y credibilidad del susodicho. Su inmoralidad, en suma.
En primer lugar, respecto a la coherencia, porque la figura, la vida y el pensamiento de Clara Campoamor son una enmienda a la totalidad de todas las fantasías animadas de ayer y hoy que promovió Rodríguez Zapatero para desenterrar la Guerra Civil como arma política. En segundo término, en cuanto a la credibilidad, porque es imposible reivindicar como parte de la historia socialista a una mujer que dejó incontables pruebas de su demoledora opinión contra el PSOE de la época.
Empecemos por anotar que, si bien Clara Campoamor murió en el exilio en Lausana en 1972, sin haber podido regresar a España a causa de la dictadura de Franco, fue del Madrid frentepopulista de donde huyó al extranjero en septiembre de 1936, dos meses después del golpe militar, ante el temor de ser “paseada” por las milicias socialistas, comunistas o libertarias que se habían enseñoreado de la capital, dejando un reguero diario de entre 80 y 100 cadáveres de personas asesinadas, según la propia Campoamor.
En “La revolución española vista por una republicana”, sus memorias de aquella esperanzadora y finalmente trágica Segunda República, felizmente recuperadas en 2005 para el lector español gracias a la edición de Luis Español Bouché, Campoamor ofrece un relato escalofriante del Madrid revolucionario después del golpe militar.
Campoamor es muy explícita en señalar la responsabilidad de las autoridades en la represión de la retaguardia republicana. “Lo cierto es que el gobierno no ha dejado de negarse a asumir su penosa responsabilidad en estos hechos”, escribe. Y llega incluso a afirmar que las medidas tomadas supuestamente para poner fin a la represión eran, en realidad, medidas para someterla a su control, como la creación de los tribunales populares “intentando dar a sus excesos una apariencia de justicia regular”.
Campoamor denuncia sin tapujos “ese terror ejercido por una chusma rencorosa, envenenada por una odiosa propaganda de clase. Los terroristas han trabajado en favor de los alzados tanto o más que sus propios partidarios. (…) Disfrutan de una vida de ensueño: provistos de dinero, saqueando, organizando matanzas, y saciando su sed de venganza y sus más bajos instintos…”.
En cuanto al PSOE, la otrora diputada radical hace responsable a Indalecio Prieto de que se frustrara el gobierno de conciliación de Diego Martínez Barrio, llamado por Azaña después del golpe militar y de la caída de Casares Quiroga. Según Campoamor, Prieto pensaba aprovechar la sublevación militar para que, una vez aplastada después de armar a las milicias, conseguir su dominio definitivo sobre el PSOE. “Así, cupo al Sr. Prieto dar el finiquito a un régimen que, entre las manos de Martínez Barrio, podía haberse salvado”, sentenciaba la liberal madrileña.
Asimismo, acusaba al gobierno de Largo Caballero de pretender dar un golpe de estado e instaurar la dictadura del proletariado en plena contienda, si bien los soviéticos, según Campoamor, le convencen para que frene sus pretensiones y mantenga la lucha “bajo la bandera de la democracia republicana y no solo al abrigo de la dictadura proletaria”.
Otras sentencias de Campoamor no son menos explícitas a la hora de desmentir algunos de los tópicos de la “memoria histórica”. Entresaco de su libro citado algunas de ellas:
-“¿Fascismo contra democracia? No, la cuestión no es tan sencilla. Ni el fascismo puro ni la democracia pura alientan a los dos adversarios”
-“Palabras como fascismo o democracia que se pretende inscribir en las banderas de los gubernamentales o de los insurrectos son del todo inadecuadas y no permiten explicar los objetivos de la guerra civil, ni justificarla”.
-“La heterogénea composición de los grupos que constituyen cada uno de los bandos, demuestra que hay al menos tantos elementos liberales entre los alzados como anti-demócratas en el bando gubernamental”.
No menos contundente es su pronóstico sobre el destino de España una vez terminada la guerra: fuera cual fuera el vencedor, se implantaría una dictadura. Si ganan los gubernamentales, escribe, “ese triunfo no llevará a un régimen democrático, ya que los republicanos ya no pintan nada en el grupo gubernamental. El triunfo de los gubernamentales será el de las masas proletarias, y al estar divididas esas masas nuevas luchas decidirán si la hegemonía será para los socialistas, los comunistas o los anarcosindicalistas. Pero el resultado solo puede significar la dictadura del proletariado, más o menos temporal, en detrimento de la República democrática”.
El recuerdo de Clara Campoamor, como el de todas las voces de la Tercera España, bien podría haber servido al muñidor de la “memoria histórica” como pretexto de una aproximación crítica al papel del PSOE en aquel aciago momento histórico, en vez de servir de excusa para seguir ahondando en la ocultación de su responsabilidad en aquel desastre nacional. Una sincera apropiación de la figura y el legado de la liberal madrileña debería haber pasado inexcusablemente por asumir y reconocer su lección contra el odio, la intolerancia y el sectarismo. Por eso, ver que la figura de doña Clara fue exclusivamente objeto de manoseo por el mayor sembrador de aquellos vientos tempestuosos en nuestra democracia, me produjo una profunda tristeza.